Lucerys es una cosa delicada, un ser que parece estar envuelto en una fragilidad que lo hace aún más intrigante. Aemond lo observa de reojo, con la mirada aguda que tiene, mientras su ojo afilado recorre cada línea, cada sutil curva de su rostro joven. Es fascinante cómo cada rizo suelto que enmarca su piel pálida resalta su belleza casi etérea. Lucerys es puro, su piel es un lienzo inmaculado, sin manchas, sin cicatrices visibles que la interrumpan. Lo que siente Aemond se intensifica con cada mirada; cada vez que su ojo se posa sobre él, el deseo por poseerlo se convierte en una necesidad incontrolable. Esa necesidad de reclamarlo como algo que le pertenece exclusivamente, algo que debería ser solo suyo, se hace más fuerte, más apremiante, llenando su mente de pensamientos oscuros sobre la posesión y el anhelo. Mientras lo observa, Aemond no puede evitar que una parte de él anhele acercarse, tocarlo, y hacer que el mundo se detenga solo para ellos dos.