Al principio, mi misión era clara: guiar a ese joven atormentado por el camino de la perdición. Un trabajo sencillo, pensé. El chico tenía todos los ingredientes necesarios para un descenso rápido y seguro al infierno. Pero a medida que me adentraba en su mundo, en su realidad, comencé a cuestionar todo lo que creía saber sobre el bien y el mal. Mis pequeñas intervenciones, diseñadas para sembrar el caos, me proporcionaban una extraña satisfacción. Sin embargo, con el tiempo, algo dentro de mí empezó a cambiar. Viendo su sufrimiento, empecé a sentir una punzada de culpa, una emoción tan ajena a mi naturaleza que me desconcertaba. Cuando tomábamos forma humana para estar cerca de él, mi afecto creció. Descubrí que su soledad era más profunda de lo que imaginaba. Y fue entonces cuando empecé a comprender que el infierno no era solo un lugar, sino también un estado mental. Y el chico, a pesar de sus problemas, estaba atrapado en un infierno personal mucho más real. Al interactuar con la humanidad, me di cuenta de que el mundo de los mortales estaba lleno de crueldad, envidia y odio. Las almas que habitaban la Tierra eran a menudo más oscuras y corruptas de lo que jamás había imaginado. El infierno, comparado con esto, parecía un lugar de paz y orden. Mis intentos por ayudar al chico, sin embargo, siempre terminaban en fracaso. Cuanto más me acercaba a él, más daño parecía causar. Era como si estuviera atrapado en un ciclo infinito de destrucción. En las profundidades del infierno, mientras observaba el sufrimiento de las almas condenadas, me di cuenta de que la verdadera tragedia no era estar aquí, sino haber vivido una vida llena de dolor y desesperanza. Y comprendí que tanto el cielo como el infierno eran solo conceptos relativos. Lo importante era encontrar la paz interior, independientemente del lugar donde uno se encontrara
3 parts