En un tiempo inmemorial, antes de que la humanidad diera sus primeros pasos conscientes, el cosmos se extendía como un abismo insondable, repleto de sombras y ecos distantes. En este vasto vacío existía una chispa primordial: el pensamiento colectivo, una pulsión oscura compuesta de deseos reprimidos, temores ancestrales y esperanzas marchitas. Cada susurro de la humanidad, cada anhelo, era una nota en la sinfonía de la locura. En las primeras horas de su existencia, los humanos emergieron del lodo primigenio, criaturas de carne y hueso, temerosas del vasto y desconocido mundo que les rodeaba. Atrapados en la desesperación de su fragilidad, comenzaron a proyectar sus visiones en el vacío. A través de rituales frenéticos y plegarias cargadas de anhelo, dieron forma a entidades grotescas, seres que se alimentaban de su devoción. Así nacieron los dioses: no de la divinidad, sino de las profundidades del subconsciente, manifestaciones de sus miedos más oscuros.
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