Con el último de los Bloodworth caído, el pueblo se rindió por completo ante los Blackwood. Su poder ya no conocía límites; el miedo que inspiraban se sentía en cada rincón, cada susurro, cada mirada furtiva. La gente evitaba siquiera mencionar su nombre en voz alta, como si la sola mención pudiera atraer su ira. Silas y Thalia habían logrado lo que tantos antes de ellos habían soñado: un dominio absoluto, una hegemonía que parecía eterna.
Tessa, quien alguna vez había dudado de su lugar en el vasto entramado de la familia, ahora caminaba con la cabeza en alto. El poder que tanto la había seducido era suyo, y lo compartía con Davian, su esposo, su igual en el poder. El día de su boda había sido monumental, una celebración no solo de su unión, sino del nuevo reinado que se alzaba sobre los escombros de los Bloodworth y cualquier otra familia que alguna vez osara desafiar a los Blackwood.
Los ojos de Tessa, ahora acostumbrados a la oscuridad que la rodeaba, brillaban con la misma intensidad que los de Thalia. La ambición de la matriarca había germinado en ella, y ya no quedaba rastro de la chica asustada que alguna vez fue. Se había convertido en una reina. Y Davian, siempre a su lado, compartía esa ambición con la misma devoción que tenía por ella. Juntos, eran imparables.
Silas y Thalia, aunque reinaban desde las sombras, sabían que el futuro estaba asegurado. Tessa y Davian continuarían el legado, expandirían su influencia y asegurarían que los Blackwood permanecieran en el poder por generaciones. Silas, observando desde las ventanas de la mansión, veía en Davian y Tessa una nueva era. Los Blackwood no solo gobernarían el pueblo; lo poseerían. Cualquier rastro de resistencia había sido eliminado, y lo único que quedaba era el futuro que ellos habían esculpido con sangre y control.
Tessa, enamorada no solo de Davian sino del poder que ahora corría por sus venas, no miraría atrás.