Las ruinas del Guatao se extendían como una cicatriz en la memoria. El silencio, denso y cargado de un aroma a muerte y pólvora, envolvía las ruinas del pueblo. Los doce sobrevivientes, con el peso del horror aún fresco en sus hombros, se encontraban en el hospital Pedro Kuri, donde estarían sujetos a vigilancia por cuestiones de seguridad. La amenaza, sin embargo, no había desaparecido. La plaga del virus Macrófago vitae, que había transformado a todo un pueblo en monstruos sedientos de carne, seguía latente.
El doctor Radamel Méndez, el único científico con vida de las instalaciones del Sector Nueve y agente infiltrado de la CIA en territorio cubano, luchaba contra su propia culpa. Él, había sido el causante de toda aquella tragedia, miles de personas habían muerto por su actuar. Sin embargo, estaba convencido de que ese no sería el final. Los habían enviado al último piso de la institución hospitalaria por alguna razón que escapaba a su raciocinio, pero su entrenamiento e intuición para detectar el peligro, le alertaban que algo no encajaba en la manera que habían actuado con ellos.
Un solo infectado, un error de cálculo y un descuido imperdonable había escapado de la zona cero. El soldado Tobías había sido trasladado al Hospital Carlos J. Finlay, una bomba de tiempo era contenida en su interior. Allí, aislado y olvidado se convirtió en un monstruo, convirtiendo así a dicho hospital, en el nuevo epicentro de la infección, una puerta abierta a la plaga de Macrófago vitae.
La batalla por la supervivencia de la humanidad, apenas comenzaba.