Mimi lo había visto solo una vez, pero fue suficiente en esa fracción de segundos para que su expresión y sus ojos se grabaran en su memoria, quitándole la tranquilidad y provocándole los sueños más indeseables.
Vio escombros, la gente corría gritando en una desesperación común mientras ella se quedaba quieta en medio de ese caos como si nada pudiera tocarla o como si nadie la viera allí, lenguas de fuego caían del cielo y explosiones provenientes del núcleo de la Tierra aparecían a su alrededor pero nada, nada la alcanzaba.
Mimi despertó jadeando, faltaba el aire en sus pulmones, las lágrimas corrían salvajemente por su rostro, tal vez eso sea consecuencia de ser una elegida divina, era una locura. Se levantó de la cama dirigiéndose al lavabo del pequeño baño de la habitación, agarró un vaso del gabinete y lo llenó de agua para tratar de calmarse, sin embargo lo único que logró hacer fue soltar un grito ahogado y dejar que el vidrio se hiciera añicos en el suelo.
De pie en la puerta que conducía al baño estaba él, el extraño de los ojos azules que súbitamente se volvieron amarillos.
Ya no se que hago aquí esperándote.
Te amo, pero todo tiene un límite.
Yo te di más de lo que nadie te ha dado, mucho más. Quizás fue demasiado.
Por tu culpa he conocido a alguien más, alguien que me da su vida y me da paz.
Y eso no lo sabes.