El Kung Fu no es solo fuerza o destreza; es algo más profundo, algo que llevas en la sangre. Desde que puedo recordar, cada movimiento que aprendí fue una lección de vida, un golpe que me enseñaba a dominarme a mí mismo antes de dominar a otros. En el Kung Fu, veo mi reflejo, mi esencia; un camino de paciencia y disciplina que me recuerda que incluso en el combate, existe paz. Pero hay algo especial en el Wing Chun, algo tan afilado y rápido que, cada vez que entreno, siento que me sumerjo en sus secretos. Este estilo se centra en el instante, en la cercanía, en el contacto directo. Todo se reduce a la precisión. La defensa y el ataque se funden en uno solo, y el cuerpo se convierte en un arma. La velocidad y la fuerza no son el fin en sí mismo, sino herramientas que revelan quién soy, sin esconder ninguna herida. Cada golpe en Wing Chun es una afirmación de mi existencia, una promesa de que, pase lo que pase, nunca retrocederé.