Él siempre había podido solo. Era fuerte, era grande y era astuto en el combate. No había rival que le hiciera comparación y, con eso en mente, se movía por la tierra orgulloso y engreído. Mas, tal infantil pensamiento lo había llevado a la situación en la que se hallaba ahora. Múltiples enemigos nunca fueron un problema para él. Su fuerza y resistencia nunca lo defraudaron al hacerle frente a dos o tres bastardos buscando hacerle daño. Pero esta vez, atacaron a la parte de él que no se podía defender. Su manada. Una hora, no, menos, bastó para que encontraran a sus compañeros. Se había confiado en que estaban bien ocultos en el bosque. Que estúpido había sido así. Cuando volvió, el infierno ya se había desatado. Viles hombres habían capturado a aquellos que por tanto tiempo se había encargado de proteger. Oh, sus rostros. Cuando lo vieron, suplicaron por su ayuda. Y el lo intento, claro que lo intento. No había otro más fuerte que él. No iban a quitarle lo que tanto había cuidado.