Nicholas siempre ha creído que la vida es mejor cuando nadie interfiere en su espacio personal. Sarcástico, irritante y con poca paciencia para la lentitud, su rutina es eficiente y sin sorpresas. Pero todo cambia cuando Carol se convierte en su vecina de al lado. Ella es todo lo que él detesta: amable, optimista, espiritual... y ruidosa. Desde el primer "¡Hola, universo!" que escucha al amanecer, Nicholas sabe que su vida tranquila se ha complicado.
Carol, con su sonrisa encantadora y actitud despreocupada, intenta hacer amistad llevándole una tarta de manzana como gesto de bienvenida. Nicholas, sin embargo, la recibe con escepticismo y sarcasmo, incapaz de entender cómo alguien puede ser tan positivo todo el tiempo. Las charlas y risas de Carol, incluso cuando está sola al otro lado de la pared, lo irritan y lo mantienen despierto por las noches.
Él, que odia las interrupciones, ve cómo su paz se desmorona con cada visita espontánea de Carol y sus propuestas aparentemente sin sentido. Ella, por otro lado, parece inmune a sus comentarios mordaces y sigue empujando sus límites, con una calma que desafía la lógica de Nicholas. Entre conversaciones incómodas, encuentros inesperados y chispas inevitables, Nicholas empieza a darse cuenta de que, a pesar de sus constantes quejas, Carol trae algo de vida a su existencia meticulosamente ordenada.
Lo que comenzó como una lucha silenciosa entre su sarcasmo y la energía positiva de Carol, poco a poco se convierte en una convivencia extraña y divertida. Nicholas se debate entre mantener sus barreras y dejarse llevar por el caos que Carol trae consigo. Ella, mientras tanto, parece empeñada en demostrarle que la vida no tiene que ser tan seria y que un poco de locura puede ser justo lo que él necesita.