"El conejito no sabe que está atrapado.
Corre, creyendo que puede escapar, pero yo lo veo.
Siempre lo he visto."
- Pronto, conejito - susurró, la voz apenas rompiendo el silencio.
Los ojos, oscuros y calculadores, bajaron hacia la fotografía una última vez antes de dejarla caer. El cristal se astilló al impactar contra el suelo, pero el sonido fue absorbido por la habitación.
Sobre la mesa del centro, una jeringa y un frasco pequeño aguardaban. Las manos se movieron con precisión, llenando la aguja con un líquido claro que brillaba bajo la luz tenue de la lámpara. El gesto era meticuloso, casi ritualista.
- Esto no será fácil para ti, pero lo entenderás con el tiempo - murmuró, como si hablara con alguien presente. Las palabras flotaron en el aire, cargadas de una dulzura inquietante.
Se detuvo un momento, mirando hacia la puerta. Más allá, en el mundo exterior, la presa seguía ajena, viviendo una vida común, sin sospechar que el destino ya estaba escrito.
El cristal del frasco reflejó una sonrisa torcida mientras los dedos apretaban la jeringa. El corazón latía rápido, pero la respiración permanecía controlada, como si cada paso en el proceso hubiera sido ensayado una y otra vez.
- Siempre te encuentro.
Con esas palabras, el hombre salió, dejando atrás la habitación, que esperaba en un silencio casi expectante.