Esta novela -si es que se la puede llamar así- no pretende encajar en ninguna categoría. Fue escrita de un tirón, como si la adolescencia misma, ese fenómeno incierto y a menudo incómodo, hubiese guiado mi mano. No encontrarán aquí una historia de romance juvenil, porque, siendo honestos, ¿qué es el romance sino una construcción narrativa a la que yo, en aquel entonces, no tenía acceso?
Lo que sí encontrarán es una serie de episodios, más oscuros que claros, como si los hubiera iluminado una linterna con la batería a punto de agotarse. No todo es sombra, claro. Hay reflejos, brillos breves, y entre ellos, la vida transcurre como puede: improvisada, cruda, muchas veces absurda.
Hablaré de la violencia, del abuso doméstico, pero no para embellecerlos ni romantizarlos. ¿Cómo podría? Son realidades que pesan, que caen sobre uno como una lluvia torrencial que no avisa. Son parte de una verdad que afecta a tantos argentinos, a tantas familias atrapadas en ese ciclo de silencios. Pero este relato no es solo para narrar el peso, sino también las grietas. Porque incluso el cemento más denso tiene grietas, y por ellas crece algo.
¿Es esta una reflexión de una vida corta? Sí. Pero también es una sucesión de errores, aciertos y, sobre todo, momentos que no se pueden predecir ni controlar, como todo lo que sucede durante la adolescencia. Y está escrita con respeto, porque lo que aquí se narra no es solo mío. Es de todos los que alguna vez sintieron que vivían al filo, entre el caos y el amanecer.
No hay moralejas, no hay grandes gestos. Solo una vida que fue y que sigue siendo, aunque, como suele suceder, todo haya cambiado mientras todo sigue igual.