Flor de Moncayo (Juantin)
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Ongoing, First published Dec 17, 2024
Mature
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A sus 27 años, Juanjo había pasado los últimos tres gestionando un pequeño pero popular restaurante llamado "Flor de Moncayo" en el corazón de la ciudad de Zaragoza. Había logrado destacar en una ciudad competitiva gracias a su pasión por la cocina y su atención al detalle. Sin embargo, su rutina había cambiado radicalmente en los últimos años, un pequeño de tres años llamado Diego había puesto su vida patas arriba, revolucionándolo todo con una energía inagotable.  
Para colmo aparece en su vida alguien de su pasado, un joven llamado Martin, del cual solo recuerda poco mas que su nombre (o eso pretende hacer ver) que desestabilizará los pocos cimientos que seguían en pie en su vida, trayendo recuerdos y momentos que estaban enterrados y él hubiera preferido que allí siguieran.
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5 parts Complete
La campanilla de la puerta tintineó al abrirse, anunciando la llegada del primer cliente de la tarde. Juanjo, inclinado sobre el mostrador, terminaba de ajustar las espinas de unas rosas rojas. Levantó la vista y vio entrar al chico que ya reconocía de los jueves. Siempre llegaba a la misma hora, a eso de las cinco y media, con un caminar tímido. Juanjo observó de reojo cómo el chico recorría con la vista las estanterías cargadas de flores. Su cabello alborotado y marrón contrastaba con la luz cálida del local, y sus manos, nerviosas, jugueteaban con el dobladillo de su chaqueta. -Buenas tardes -murmuró el chico cuando se acercó al mostrador. -Buenas -respondió Juanjo con una sonrisa amable, tratando de ignorar cómo su corazón se aceleraba al oír su voz. -Quería... las margaritas blancas, como siempre. Juanjo asintió y caminó hacia el rincón donde estaban las margaritas, el sonido de sus botas resonando. Le gustaba aquel cliente. Siempre tan educado, tan callado, tan... Había algo en su forma de estar que lo desarmaba por completo. -Aquí tienes -dijo al regresar, colocando el ramo envuelto en papel kraft sobre el mostrador. El chico asintió, y por un segundo sus ojos verdes se encontraron con los de Juanjo. Quiso decir algo, cualquier cosa que rompiera el silencio, pero el chico ya estaba sacando el dinero del bolsillo. -Son siete euros. Pagó en silencio, recogió las flores con cuidado y murmuró un "gracias" antes de salir por la puerta. La campanilla volvió a sonar, dejando tras de sí el suave perfume de las margaritas. Juanjo suspiró y apoyó los codos en el mostrador, observando cómo el chico se alejaba por la calle. No sabía su nombre, pero algo en su interior le decía que quería saberlo. Y no solo su nombre, sino todo lo demás: qué música escuchaba, a qué sonaba su risa, cómo le gustaba el café. Los jueves acababan de volverse su día favorito de la semana.
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La campanilla de la puerta tintineó al abrirse, anunciando la llegada del primer cliente de la tarde. Juanjo, inclinado sobre el mostrador, terminaba de ajustar las espinas de unas rosas rojas. Levantó la vista y vio entrar al chico que ya reconocía de los jueves. Siempre llegaba a la misma hora, a eso de las cinco y media, con un caminar tímido. Juanjo observó de reojo cómo el chico recorría con la vista las estanterías cargadas de flores. Su cabello alborotado y marrón contrastaba con la luz cálida del local, y sus manos, nerviosas, jugueteaban con el dobladillo de su chaqueta. -Buenas tardes -murmuró el chico cuando se acercó al mostrador. -Buenas -respondió Juanjo con una sonrisa amable, tratando de ignorar cómo su corazón se aceleraba al oír su voz. -Quería... las margaritas blancas, como siempre. Juanjo asintió y caminó hacia el rincón donde estaban las margaritas, el sonido de sus botas resonando. Le gustaba aquel cliente. Siempre tan educado, tan callado, tan... Había algo en su forma de estar que lo desarmaba por completo. -Aquí tienes -dijo al regresar, colocando el ramo envuelto en papel kraft sobre el mostrador. El chico asintió, y por un segundo sus ojos verdes se encontraron con los de Juanjo. Quiso decir algo, cualquier cosa que rompiera el silencio, pero el chico ya estaba sacando el dinero del bolsillo. -Son siete euros. Pagó en silencio, recogió las flores con cuidado y murmuró un "gracias" antes de salir por la puerta. La campanilla volvió a sonar, dejando tras de sí el suave perfume de las margaritas. Juanjo suspiró y apoyó los codos en el mostrador, observando cómo el chico se alejaba por la calle. No sabía su nombre, pero algo en su interior le decía que quería saberlo. Y no solo su nombre, sino todo lo demás: qué música escuchaba, a qué sonaba su risa, cómo le gustaba el café. Los jueves acababan de volverse su día favorito de la semana.