En un reino lejano, donde las montañas tocaban el cielo y los vientos susurraban historias de honor, vivía un caballero llamado Aldric. Famoso por su lealtad y valentía, Aldric era la espada y el escudo del reino, dispuesto a dar su vida por el bienestar de su pueblo y la protección de su amada, la princesa Evelyne.
Durante años, Aldric había servido con devoción, enfrentando guerras y derramando sangre por el trono. Fue en una de esas guerras donde su destino cambió para siempre. Mientras él luchaba con fiereza contra los invasores, su mejor amigo, el noble Darius, urdía un plan oscuro. Envidioso de la posición y el respeto de Aldric, Darius comenzó a esparcir rumores de traición, convenciendo a los consejeros del rey y, finalmente, al propio monarca de que Aldric planeaba apoderarse del trono.
Cuando la guerra terminó y Aldric regresó victorioso, fue recibido no con laureles, sino con cadenas. Acusado de conspirar contra la corona, fue arrastrado frente a la corte. Evelyne, quien había jurado amor eterno, no levantó la voz para defenderlo. Aldric observó en su rostro algo más que miedo: vio la sombra de la traición. Días después, mientras languidecía en el calabozo, descubrió la verdad: Evelyne y Darius habían conspirado juntos para destruirlo.