El primer recuerdo que tenía de Damian Crawford estaba impregnado de risas, sol de verano y un enamoramiento juvenil que, con los años, había crecido hasta convertirse en un anhelo casi doloroso. Lo había visto cruzar el jardín de su mejor amiga Valeria, con su camisa blanca perfectamente arrugada, como si acabara de salir de un catálogo de moda, y esa sonrisa despreocupada que hacía que todo su alrededor pareciera detenerse.
Tenía diecinueve años entonces, demasiado joven y demasiado ingenua como para entender que hombres como Damian no miraban a chicas como yo.
Él era un hombre que pertenecía a un mundo diferente. Un mundo de lujo, poder y conquistas sin esfuerzo. Yo, en cambio, era solo la amiga de su hermana menor, la que pasaba las tardes soñando con diseñar vestidos y bocetando ideas en una libreta gastada. Pero esos sueños no me impidieron enamorarme perdidamente de él.
Durante cinco años, guardé esos sentimientos en silencio, enterrándolos bajo excusas y sonrisas nerviosas cada vez que lo veía. Porque sabía que para Damian, yo no era más que una niña jugando a ser adulta. Su indiferencia, aunque nunca cruel, era suficiente para recordarme que él estaba fuera de mi alcance.
Pero ahora, mientras me miraba al otro lado de la habitación, sus ojos azules perforaban mis defensas como nunca antes. Habían pasado meses desde la última vez que lo vi, pero algo en su expresión había cambiado.
Damian Crawford no era un hombre que se detenía a mirar dos veces. Sin embargo, esa noche, parecía estar haciendo exactamente eso.
No sabía si era una ilusión o una nueva manera de jugar conmigo. Pero lo que sí sabía era que esta vez no estaba dispuesta a ser un simple pasatiempo en su vida.
Porque ya no era la misma chica de diecinueve años que suspiraba por él a escondidas.
Esta vez, jugaríamos en igualdad de condiciones.