En sus ojos habitaba un dolor insondable, un abismo que ningún lenguaje podría alcanzar. Su rostro, lúgubre y sereno, parecía cargar con el peso de tormentas pasadas, como si cada grieta en su expresión narrara una historia de pérdidas y silencios.
Tan hermosa y, al mismo tiempo, tan rota. Un alma pura, pero teñida de sombras profundas, como si la luz misma temiera posarse en su fragilidad.
Y, sin embargo, aguardaba. En su espera latía una esperanza silente, un anhelo apenas perceptible. Un deseo de que, algún día, llegara esa chispa, ese alguien que pudiera incendiar su oscuridad y transformar sus cicatrices en estrellas, iluminando, por fin, la profundidad de su herida belleza.