"- Nunca pude mirar a alguien a los ojos y decirle lo que sentía sin romperme. Ni siquiera a mis propios hijos. Siempre fui distante con ellos, incapaz de darles un abrazo, incapaz de mostrar afecto. No porque no los quisiera, sino porque el miedo y el dolor me habían paralizado desde siempre.
Era solo un niño cuidando de bebés, y la verdad es que no sabía cómo hacerlo. Había momentos en los que no podía soportarlos, momentos en los que los dejaba solos en una habitación porque el peso del mundo estaba sobre mis hombros. Desde los 16 años, tras la muerte de mi padre, cargué con las responsabilidades de un país entero. Y cuando Turquía nos dejó, cuando se marchó dejándome con nuestros hijos, entendió que estaba completamente solo.
Sé que fui un mal padre, sé que ellos me odian, pero nunca supieron por qué. Nunca les conté sobre mi "infancia", sobre el frío constante de una casa sin amor, sobre los gritos y los golpes que me enseñaron a no confiar. Nunca les dije que lo único que deseaba era algo tan simple: una cama cálida, un cuarto lleno de juguetes y un momento de paz.
Pero no tuve nada de eso. En su lugar, me convertí en lo que más odiaba. Ahora, al final de todo, solo me queda esa caja de madera en la que me voy a pudrir por el resto de los años. Y quizás eso es lo único que realmente merezco.