En el encierro compartido de la Safe House, donde las cámaras no dejaban de grabar y la intimidad parecía un lujo prohibido, Joong y Dunk intentaban mantener la fachada de normalidad. A ojos de los demás, eran simplemente amigos cercanos, compartiendo risas, bromas y camaradería. Pero tras las miradas furtivas y los roces accidentales, había una conexión mucho más profunda, un deseo que crecía con cada momento que pasaban juntos.
Dunk lo sentía como un fuego que le quemaba desde adentro, una necesidad que no podía ignorar por más que lo intentara. Estar tan cerca de Joong, dormir a su lado, sentir su respiración y el calor de su cuerpo sin poder tocarlo como quería, era una tortura.
Los días pasaban, y la tensión se acumulaba entre ellos, como un hilo que se estiraba al límite. La noche se convertía en su única aliada, el momento en que el resto de la casa dormía y las cámaras finalmente se apagaban. Era entonces, en la oscuridad compartida, cuando los límites se desdibujaban y la pasión contenida amenazaba con desbordarse.