En pleno 2020, la discriminación hacia la homosexualidad sigue siendo una realidad persistente. No pretendo entrar en debates sobre el movimiento LGTB; esta no es una lucha que me pertenece por completo. Solo quiero compartir mi perspectiva, mi historia. Respeto las creencias y opiniones de los demás, pero eso no significa que deba apoyarlas incondicionalmente.
Me llamo Artemis Stockinger, tengo 35 años, y esta es mi historia.
No provengo de una familia acaudalada, ni de una con reputación intachable o linaje prestigioso. Todo lo contrario: crecí en un orfanato hasta los 12 años. Fue entonces cuando una pareja de costureros decidió adoptarme y me dio algo que mis padres biológicos nunca pudieron: amor.
Mis padres adoptivos, Evelyn y Marcus, no tenían mucho, pero lo poco que poseían siempre lo compartían conmigo. Fue en su pequeño taller, rodeado del suave ruido de las máquinas de coser y el aroma a tela nueva, donde aprendí lo que realmente significaba el esfuerzo y el cariño. Evelyn me enseñó a apreciar los detalles, a buscar belleza en lo simple, mientras que Marcus me mostró que el trabajo honesto podía construir algo más valioso que el dinero: dignidad.
Sin embargo, la vida nunca ha sido fácil para alguien como yo. Desde pequeño supe que era diferente. No porque lo quisiera, sino porque lo sentía. Mientras mis compañeros soñaban con conquistar chicas o presumir su masculinidad, yo me sentía atrapado, como si estuviera jugando un papel que no me pertenecía. Pero no podía decirlo, no en un mundo donde esas diferencias parecían más bien defectos.
Con los años, aprendí a callar, a esconder mis sentimientos bajo una máscara cuidadosamente construida. Me convencí de que era más fácil pasar desapercibido que enfrentar el rechazo. Pero la soledad pesa, y las mentiras que nos contamos a nosotros mismos terminan por rompernos.