Nunca esperé mucho de la vida, aquella amante cruel e imparcial. Me daba lo justo para sobrevivir, pero jamás suficiente para vivir realmente. Con el tiempo, dejé de esperar, dejé de luchar contra el peso de su indiferencia. Era un juego perdido, y yo, cansado de un combate interminable, tomé mi decisión. Si la muerte me aguardaba al final de esta senda, ¿por qué no encontrarla en mis propios términos?
Aquella noche, el asfalto bajo mis pies parecía llamarme. Un paso adelante bastó para dar el salto. Sentí el viento rasgarme la piel mientras caía, y entonces, el impacto: un golpe brutal, un estruendo que pareció detener el tiempo. Mi cuerpo se rompió en formas que desafiaban la lógica, esparciendo una mancha imborrable en el suelo y en las mentes de quienes lo presenciaron. Mi salida sería recordada, ya fuese como una pesadilla recurrente o un mal sueño que nadie podría ignorar.
Creí que ese sería mi fin, pero el universo tenía otros planes. Lo que encontré al otro lado no era el descanso eterno que había imaginado, sino un despertar.