Los candelabros de cristal colgaban majestuosamente del techo alto, cada prisma reflejando pequeños destellos dorados que danzaban en las paredes. La luz tenue, cálida y acariciante, envolvía el salón como un susurro antiguo. El murmullo de la música se mezclaba con el leve roce de los pasos en la pista, donde las parejas se movían con gracia, sus vestidos y trajes entrelazándose en un caleidoscopio de colores y texturas.
Entonces ocurrió. Una presencia, un magnetismo que atravesó la multitud. Lo sentí antes de verlo, como una brisa helada que le erizó la piel. Al alzar la mirada, sus ojos se encontraron con los de él: el conde. De pie al otro lado del salón, su figura era imponente, vestida con un traje negro impecable que contrastaba con su camisa blanca, el cuello abierto justo lo suficiente para indicar rebeldía bajo el decoro.
Sus ojos, profundos y oscuros como un abismo al que uno se arrojaría sin dudar, la observaban con una intensidad que parecía capaz de desnudar hasta el alma.
Julie sintió su corazón tamborilear en el pecho, no por miedo, sino por algo mucho más peligroso: el reconocimiento.
¿Era una invitación? ¿Una advertencia? Ella no lo sabía, pero sus pies se movieron antes de que su mente pudiera detenerlos. Las suaves notas de un vals llenaban el aire, y Julie, como hipnotizada, comenzó a caminar hacia él. Entre ellos, las parejas seguían girando, pero para ella solo existían dos personas en aquel inmenso salón: él y ella.