Dicen que algunas almas están destinadas a encontrarse. Que, sin importar el tiempo ni la distancia, en algún punto del camino se cruzarán como si el universo mismo las guiara de manera imperceptible.
Lee Da-Hye no creía en el destino. Para ella, la vida era una sucesión de momentos fugaces, decisiones pequeñas que terminaban formando un todo. Sabía apreciar la belleza en lo cotidiano: el reflejo de la ciudad sobre el asfalto mojado, la luz dorada del atardecer acariciando los rostros de los transeúntes, la risa sincera de un extraño en medio del bullicio. La fotografía era su manera de atrapar esos instantes, de congelar la emoción efímera en un cuadro eterno. Pero, por más imágenes que capturara, siempre había algo que se escapaba, un sentimiento que no lograba encuadrar.
Hwang Hyunjin, en cambio, veía el mundo a través de colores y trazos. Su vida estaba hecha de pinceladas sobre lienzo, de movimientos que hablaban cuando las palabras fallaban. Creía que cada persona tenía una esencia única, algo que solo podía ser capturado con la mirada correcta. Pero, en todos los rostros que intentó plasmar, siempre sintió que algo le faltaba. Como si la obra que realmente buscaba aún no hubiera llegado a su vida.
Eran dos caminos paralelos. Dos artistas que, sin saberlo, llevaban tiempo buscando la pieza que les faltaba.
Y entonces, en una noche fría de invierno, se encontraron.
Ella vio en él una imagen imposible de olvidar.
Él la miró como si finalmente hubiera encontrado los colores exactos para completar su cuadro.
Y, a partir de ahí, nada volvió a ser igual.