Velocidad y Mentiras

El murmullo del mar acariciaba las costas de Mónaco mientras las luces del Palacio brillaban con la majestuosidad de siglos de historia. Dentro de aquellas paredes doradas, el destino de Lina Grimaldi ya estaba escrito, trazado con tinta de obligaciones y promesas ajenas. A sus diecinueve años, la responsabilidad de su linaje caía sobre sus hombros con el peso de una corona invisible, junto con una decisión que no era suya: un matrimonio con un príncipe europeo al que apenas conocía.

Pero Lina no era una princesa común.

En el silencio de la noche, con el corazón latiéndole en el pecho como un caballo desbocado, cruzó las puertas de su hogar por última vez. No dejaron cartas ni despedidas, solo una ventana abierta y el eco de sus pisadas desapareciendo en la oscuridad. Así llegó a Santa Maddena, un pueblo olvidado en el mapa, donde el aroma a café recién hecho la guió hasta un pequeño café de esquina.

Fue ahí donde la encontró Dakota. Una chica de manos trabajadoras y sonrisa sincera, que no hizo preguntas cuando vio el cansancio en los ojos de Lina. "La casa invita", le dijo, empujando una taza de café caliente hacia ella. Ese pequeño gesto marcó el inicio de una amistad inesperada, de una nueva vida lejos de la realidad.

Por un tiempo, Lina creyó que había ganado su libertad. Aprendió a vivir sin lujos, a disfrutar del anonimato, a reír sin que el peso del futuro la ahogara. Hasta que una tarde, dos hombres cruzaron las puertas del café. Uno de ellos era Charles Leclerc.

Sonriente, encantador y con la mirada de alguien que sabía lo que quería. Pero lo que Lina no sabía era que él no había llegado solo por casualidad. Tenía una misión. Una orden.

Enamorarla. Y devolverla a un destino del que ella había intentado escapar.