La puerta se cerró con un leve chasquido, pero el verdadero estruendo fue dentro de mí. Ella no tenía derecho a estar aquí, pero tampoco tenía derecho a mirarme así, con esos ojos encendidos, esa boca entreabierta que suplicaba ser poseída.
-Sabes que esto es un error... -gruñí, sintiendo mi control desmoronarse.
Ella no respondió. Solo dejó caer su chaqueta, deslizándola por sus hombros hasta el suelo. Debajo, su piel brillaba con la tenue luz de la habitación, su respiración entrecortada, sus pezones endurecidos bajo la tela fina de su blusa. Mierda.
Mis músculos se tensaron, mis puños se cerraron. Pero cuando sus manos trazaron un camino ardiente sobre mi abdomen, la bestia dentro de mí despertó con hambre voraz.
-Ahora soy tuya, mi general -susurró contra mi oído, con la voz más pecaminosa que había escuchado jamás.
No hubo vuelta atrás.
La empujé contra la pared, atrapando sus muñecas sobre su cabeza mientras mi boca reclamaba la suya con fiereza. Su lengua se enredó con la mía en un beso feroz, húmedo, insaciable. Desgarré la blusa, arrancando el sujetador sin importarme nada más que sentir su piel contra la mía.
-Vas a recordarme cada vez que respires -gruñí contra su cuello antes de hundirme en él con besos y mordiscos.
Ella jadeó cuando mi lengua descendió, jugando con sus pezones, devorándolos hasta que su espalda se arqueó en un gemido desesperado. Sus uñas se clavaron en mis hombros cuando la levanté en brazos y la lancé sobre la cama.
La despojé del resto de su ropa en segundos, besando, lamiendo, mordiendo cada centímetro de su piel hasta que su cuerpo se retorcía bajo el mío. Cuando mis labios encontraron su centro húmedo, gritos ahogados escaparon de su boca. La sostuve contra el colchón mientras mi lengua la desarmaba, mientras su cuerpo se estremecía una y otra vez con orgasmos tan intensos que apenas podía respirar.
Pero no había terminado con ella.