Tzuyu siempre creyó que el amor debía ser claro, limpio, recíproco.
Sana nunca creyó en ataduras: sólo en el instante, en el roce fugaz, en la emoción del ahora.
Se conocieron entre esculturas y silencios, entre miradas que prometían más de lo que podían cumplir. Lo que empezó como un juego, como un roce de piel, terminó siendo un vínculo sucio, confuso, lleno de noches que ardían en las manos pero morían en los labios al amanecer.
Cada vez que Tzuyu pensó que significaba algo, Sana la desarmaba con un beso vacío, con un adiós indiferente.
Cada vez que quiso detenerse, algo en la sonrisa de Sana la arrastraba de vuelta.
Entre caricias que parecían amor y ausencias que dolían más que un rechazo, Tzuyu aprendió que a veces querer a alguien no significa ser correspondido.
Y que no importa cuánto duela: algunas personas simplemente no saben quedarse.
Esta no es una historia de finales felices.
Es una historia sobre el amor que se siente en los huesos...
Y que, a pesar de todo, elegimos vivir.