Siempre he disfrutado la sensación de conducir. No por la velocidad ni por la adrenalina, sino por el control, la precisión, por sentir que cada movimiento sobre el volante es mío y que puedo dominar la carretera con seguridad. Pero aquel lunes, por alguna razón, sentí algo diferente. Un auto pasó rápidamente a mi lado, y sin pensarlo demasiado, aceleré. No era algo que hiciera con frecuencia, pero en ese instante, quise sentir lo que era desafiar los límites.
Lo que no esperaba era que, al llegar a la escuela, descubriría que el conductor de ese auto era Layon, el chico nuevo. Desde el primer momento, hubo algo en él que me llamó la atención: su seguridad, su mirada intensa, la forma en que respondió a mis palabras sin titubear. No pasó desapercibido para Andrea, mi mejor amiga, quien no tardó en hacer comentarios sobre nuestra repentina conexión.
Pero parecía que el destino tenía sus propios planes. Sin importar cuánto intentara ignorarlo, nuestras vidas seguían cruzándose de manera inesperada. Entre clases, miradas cómplices y una tensión difícil de explicar, sentía que algo en mí empezaba a cambiar. Y cuando Chelzzi nos invitó a su fiesta, supe que algo estaba por suceder.
No entendía del todo lo que me pasaba, pero sí sabía que la conducción siempre había sido mi refugio. Ahora, por primera vez, sentía que mi corazón latía con la misma intensidad que el motor de un auto.
Hay amores que nacen como una chispa fugaz y otros que arden lento, como una llama que se niega a apagarse. Lo nuestro... fue una tormenta de sensaciones contenidas, una carrera sin meta fija, dos corazones acelerando en paralelo.
A veces me pregunto si todo fue inevitable. Si el destino ya lo tenía escrito desde aquella primera vez que lo vi entrar al salón de clases, con su chaqueta de cuero y su sonrisa descarada. John Turner. El chico que se convirtió en mi mejor amigo, mi cómplice, mi todo... y al mismo tiempo, el que me enseñó cuánto puede doler amar en silencio.
Lo amé con cada latido, con cada mirada que duraba un segundo más de lo permitido, con cada roce accidental que me dejaba temblando por dentro. Y aún así, durante años, me obligué a esconderlo. Por miedo. Por él. Por lo que el mundo esperaba de nosotros.
Pero hay algo que aprendí con el tiempo: las almas gemelas pueden tardar en encontrarse, pero nunca se pierden. Y cuando el destino decide, ni la homofobia, ni el orgullo, ni el miedo más profundo pueden detener lo inevitable.