Desde muy pequeña, Artemisa fue distinta. No solo por su voz suave y su forma dulce de mirar el mundo, sino porque su salud siempre fue frágil. Mientras su hermana mayor, Vanesa, corría y jugaba sin preocupaciones, Artemisa debía aprender a vivir con una respiración que a veces dolía y un cuerpo que se cansaba demasiado pronto.
Los médicos hablaron de bronquiectasias, una enfermedad pulmonar crónica que parecía demasiado grande para una niña tan pequeña. Desde entonces, la casa se llenó de cuidados, medicamentos y silencios.
Gema, su madre, nunca dejó de amarla, pero la culpa la fue alejando poco a poco. Sentía que había fallado, y ese sentimiento la hacía evitar la mirada de su hija, aunque su corazón la extrañara cada día.
En cambio, Charly, su padre, se convirtió en su refugio. Entre giras, ensayos y conciertos, siempre encontraba un momento para estar con Artemisa. Ella lo esperaba con dibujos, canciones inventadas y esa sonrisa que lo hacía olvidar el cansancio. Para él, Artemisa era su pequeña estrella, su motivo para seguir creando música... y para seguir creyendo en los milagros.