El teléfono temblaba entre sus pequeñas manos, apenas alcanzando a sostenerlo mientras las lágrimas caían por sus mejillas y se perdían en el peluche que apretaba contra su pecho. Diego tenía nueve años. Nueve. Y ya conocía el peso del abandono.
-¿Papi? ¿Dónde estás? -preguntó con voz rota, con la esperanza aferrada a cada sílaba.
Del otro lado, un suspiro largo, pesado, que atravesó la línea como una sentencia.
-Quédate con tu papá Guillermo, Diego. Yo ya no puedo cuidarte.
Y luego, el silencio.
No el tipo de silencio que alivia, sino el que hiere. El que retumba en el pecho como un eco de todo lo que no volverá.
Guillermo, su otro padre, corrió a consolarlo apenas lo escuchó romperse, sin entender del todo lo que ocurría. Lo abrazó fuerte, prometiendo cosas que no sabía si podía cumplir. Porque Guillermo tenía que trabajar por dos. Cuidar por dos. Amar por dos. Y, aun así, algo dentro de su hijo se apagaba poco a poco, sin que él lo notara.
Diego sonreía en las fotos. Reía con sus amigos. Decía que todo estaba bien. Y Guillermo lo creía. Porque a veces, uno ve lo que quiere ver.
Pero si tan solo hubiera mirado más de cerca. Si tan solo hubiera escuchado más allá de las palabras.
Porque uno de los tres ya estaba muriendo desde los nueve.
Y no era de hambre, ni de enfermedad.
Era algo más lento, más invisible.
Era el alma.
Era el corazón.
Era la esperanza que se despedía en silencio.