Desde que era niño, solía mirar por la ventana imaginando cómo sería mi vida en el futuro. Con los ojos llenos de sueños y el corazón lleno de esperanza, me prometía a mí mismo que algún día alcanzaría todo aquello que anhelaba: un trabajo que me hiciera sentir realizado, una pareja con quien compartirlo todo, una vida construida con propósito.
Y así lo hice. Durante años caminé firme, guiado por metas claras y la ilusión de un destino prometedor. Luché, perseveré, y poco a poco fui conquistando lo que una vez parecía lejano. Hoy tengo lo que soñé: el trabajo que alguna vez imaginé con admiración, el amor de alguien que me acompaña, y una vida que desde fuera podría parecer perfecta.
Pero ahora, a mis 27 años, algo ha cambiado.
He llegado a una etapa en la que, sin saber exactamente por qué, me siento perdido. Hay una especie de nostalgia constante, una melancolía suave pero persistente que me acompaña incluso en los momentos más felices. Como si una parte de mí se hubiera quedado atrás, en aquel niño que soñaba con el futuro, sin saber que un día lo alcanzaría... y que, al alcanzarlo, tal vez dejaría de soñar.
Este libro nace de esa sensación: de una búsqueda silenciosa por entender qué sucede cuando todo parece estar en su lugar, pero el alma se siente incompleta. Es un intento por reencontrarme conmigo mismo, con esa versión más pura y honesta que el tiempo, las responsabilidades y las expectativas fueron dejando en el camino.
Es una historia de silencios, de recuerdos, de dudas y de reencuentros. Una carta abierta a quienes, como yo, han logrado tanto... y aún así se preguntan si eso es todo.
Hanna Elowen tenía una vida que se movía tan rápido como ella: tochito bandera, jugadas perfectas, adrenalina pura y un futuro brillante corriendo a su lado.
Hasta que una lesión- inesperada, cruel- la detuvo de golpe.
Ahora su mundo es más pequeño.
Una silla de ruedas, muletas, una gata emperatriz llamada Nieve, maratones de Harry Potter y la sensación constante de que todo lo que fue... quedó demasiado lejos.
Ella ya no corre.
Ya no compite.
A veces, ni siquiera se atreve a sentir.
Hasta que suena el teléfono.
Es su tío Steve: Head Coach de los New England Kings, fuerza de la naturaleza, experto en gritar, llorar y amar con la misma intensidad.
Y tiene una propuesta imposible: mudarse a Nueva Inglaterra para ser su asistente.
Hanna no está lista para estadios, ni para jugadores gigantes, ni para madrugadas a las cinco de la mañana.
Pero tampoco está lista para seguir rota.
Así que acepta.
Lo que no esperaba era él.
Noah Blackford.
Quarterback estrella.
Favorito de la prensa.
La sonrisa más peligrosa de la AFC.
Y una mirada tan suave que desarma cada una de las paredes que Hanna construyó alrededor de su dolor.
Noah la ve.
Incluso cuando ella misma no sabe cómo hacerlo.
La acompaña, la cuida sin invadir, la escucha cuando su voz tiembla y le recuerda -sin decirlo- que su vida no terminó en esa cancha.
Entre sesiones tácticas, sillas de ruedas que chocan con casilleros, jerseys mal doblados, caídas torpes, atajos emocionales y un quarterback que huele a lluvia y seguridad...
Hanna empieza a descubrir algo que había olvidado: Que aún tiene corazón.
Y late fuerte.
Pero enamorarse nunca fue parte del plan.
Y sanar tampoco.
Eso es lo hermoso -y lo aterrador- de un verdadero fumble: a veces perder la jugada te lleva directo a aquello que nunca supiste que necesitabas.
Con o sin casco.
Con o sin miedo.
Con una mano temblando sobre la rodillera y otra aferrada a un quarterback que la mira como si fuera magia.