No hubo advertencias claras. No fue una bomba, ni una guerra nuclear. Fue un susurro, un error de laboratorio, un descuido en un centro de investigación privado al que nunca se le exigió rendición de cuentas. El virus no mataba, no al menos como los científicos esperaban. Lo que hacía era peor: despojaba a las personas de su raciocinio, encendía el instinto más primitivo -la ira, la necesidad de destruir, de dominar, de desmembrar- y los dejaba atrapados dentro de sus cuerpos como animales rabiosos.
Lo llamaron El Miedo Rojo, por la mirada inyectada y el grito desgarrador que precedía cada ataque. Se transmitía por sangre, saliva, fluidos. En horas, arrasó con estaciones, hospitales, refugios. En días, los gobiernos cayeron. En semanas, las ciudades quedaron reducidas a ruinas y huesos.
La vieja estructura del mundo -con alfas en la cúspide, omegas regulados, betas como equilibrio- se disolvió entre el caos. El olor era peligro. Los instintos, una sentencia. Ahora, ser omega es una debilidad. Ser alfa, una amenaza. Ser beta... apenas sobrevive.
Jonathan Kent era periodista. Hijo único de una familia del medio, idealista, con la esperanza tatuada en el pecho. Pero eso fue antes. Ahora camina por las calles vacías de lo que una vez fue Metrópolis, con los nudillos ensangrentados y el alma desgarrada. No busca historias: busca sobrevivientes. Busca a Damian Wayne.
Damian, médico, omega, y último rastro del hogar que Jon alguna vez conoció. Separados durante los primeros días del brote, cada uno creyó que el otro había muerto. Pero los rumores hablan de un refugio al sur, de un médico que aún opera con precisión entre la carne podrida, de un omega que no teme a los infectados ni a los alfas rotos.
Y Jon, guiado por la única emoción que aún le queda intacta -el amor-, está dispuesto a llegar hasta el final del infierno para hallarlo.
Lo que no sabe... es que Damian ya no es el mismo.
Y que el mundo tampoco los quiere de vuelta.