Proxitencia Nefabular

NO HUBO TROMPETAS CELESTIALES, ni el nacimiento de un ser divino prometido en antiguos
textos. Nada de eso. La maldad del hombre, esa hedionda y persistente putrefacción que fermenta en las entrañas de cada alma, esa secreción oscura de la envidia, el rencor y la avaricia, no se quedó confinada en los corazones. No. Comenzó a evaporarse, a subir, a exhalarse en una lenta
pero imparable procesión. Un vaho invisible al principio, que poco a poco se fue condensando, transformándose en humo negro que buscaba, con una urgencia silenciosa, el cenit del cielo. Un humo denso, espeso, tan cargado con el peso de cada mentira dicha, cada golpe propinado, cada crueldad susurrada y cada atrocidad perpetrada en la
oscuridad del secreto. Los días, que una vez habían
brillado con la luz indiferente del sol, se volvieron un crepúsculo perpetuo. Cada amanecer era más oscuro que el anterior, como si el sol mismo, asqueado, se negara a atravesar esa capa de pecado condensado, a tocar esa alfombra de maldad flotante. La luz, de a poco, se hizo un lujo, un recuerdo pálido.