La noche en Lima susurraba con un saxofón lejano, mientras el frío trepaba por mis piernas como un recuerdo. En el espejo, un extraño: camisa arrugada, ojos hundidos, un rizo cayendo sobre la frente como a ella le gustaba. El reloj en mi muñeca -su regalo- marcaba el tiempo robado, su tictac como un eco traicionero. En el bolsillo, el collar con dije de gato pesaba como un juramento olvidado.
Quedaba menos de una hora. Menos de una hora para verla.
La neblina abrazaba los rieles de la estación, y el tren se retrasaba como si supiera lo que estaba en juego. Entonces, la vi: recostada contra la columna, su vestido negro danzando con el viento, sus ojos aún encendidos con el fuego de aquella noche en Eredivise.
-¿Siempre llegas tarde o solo huyes de las despedidas? -dijo, su voz suave como terciopelo, afilada como un cuchillo.
-Pensé que te habías ido para siempre -respondí, cada paso hacia ella un salto al pasado.
-Siempre vuelvo a las heridas que no cerré -susurró, rozando el collar en mi mano.
El silbato del tren cortó el aire. Ella subió al vagón y se giró:
-¿No vienes?
Dentro, el aroma a café se mezclaba con segundas oportunidades. Sacó el otro collar, dorado, idéntico al mío. El reloj marcó las 10:13 p.m., pero mi mente ya estaba en 2015, en esa llamada del director del colegio que lo cambió todo...
En proceso.