El cometa Halley pasa cada 76 años por la Tierra. Los astrónomos lo esperan como se espera al amor verdadero: con telescopios, mantas térmicas y un poco de desesperación romántica. Esperan su cola verde, su brillo caprichoso en el cielo, como una luciérnaga cósmica cruzando la noche.
Yo, en cambio, no tuve que esperar décadas. Una noche fría de noviembre en París, sin previo aviso, sin telescopio ni alerta astronómica, me crucé con Halley.
Halley era una chica. Y era, también, una explosión. Halley era luz, era vida, era caos y ternura.
Donde otros veían noche, Halley veía trazo.
Donde otros veían negro, ella veía azul cobalto, violeta, girasoles dormidos y estrellas que bailaban.
A los 22 años le dieron tres meses de vida. Ella decidió usarlos para ver todas las noches estrelladas que Van Gogh pintó -y quizá también aquellas que solo imaginó-. Su plan: cuatro lugares, una libreta, una mochila y las ganas de vivir con los ojos bien abiertos.
Esta es la historia de Halley: de su infancia entre caracoles, piedras misteriosas y cuentos reinventados. De cómo transformaba la muerte en constelaciones, el dolor en arte, y cada despedida en un acto de amor.
Y esta es también mi historia. La del chico gris que no sabía ver colores, que dejó de querer vivir... hasta que Halley apareció con su propio cielo lleno de estrellas, su sonrisa y su manera tan suya de mirar el mundo, tan capaz de pintar colores incluso en los cielos más grises.
Un viaje contra el tiempo, hacia el cielo, hacia el arte, hacia el amor.
Porque si vas a morir, hazlo mirando estrellas.
Y si vas a vivir... que sea como Halley.
Entre peleas y complicidad, cada momento juntos es un pequeño caos lleno de vida... miradas que hablan, gestos que sorprenden y una conexión que crece sin quererlo. ¿Hasta dónde los llevará esta historia?
-Contenido algo sensible-