En su primera vida, Abaddon no tuvo nombre. Lo llamaban como querían: "basura", "chico de la esquina", "el pequeño demonio". Sobrevivía en las calles, dormía donde podía y peleaba por cada comida como si fuera su última. A los quince años, su cuerpo dejó de luchar. Fue en una noche de frío en la que su estómago dolía de hambre y su alma, de cansancio. Murió en un callejón, con los ojos abiertos hacia un cielo sin estrellas.
Pero no fue el fin.
Despertó en un cuerpo ajeno. Pequeño, débil, con cicatrices en la espalda que no recordaba haber ganado. No estaba en su ciudad, ni siquiera en su mundo. Estaba en una casa silenciosa, con paredes grises y una alacena que sería su prisión.
-No soy Harry Potter... Soy Abaddon. ¡No quiero ser él!
Pero ya era demasiado tarde.