Mari era una niña que vivía en el corazón de Costa Rica, en una casa rodeada por el vibrante verde de la naturaleza. Su vida era una mezcla de los sonidos de los monos aulladores al amanecer, el canto de los pájaros que visitaban el jardín de su abuela, y el zumbido constante de los insectos. La escuela era su campo de aventuras, no por los libros, sino por los recreos en los que, junto a sus amigos, inventaba juegos inspirados en las leyendas que contaban los mayores.
Mientras otros niños hablaban de caricaturas y superhéroes, Mari se sentía más atraída por las historias de su abuelo sobre los volcanes dormidos y los ríos que serpenteaban por la selva. En su mente, esos lugares eran reinos fantásticos, y ella era la exploradora encargada de protegerlos.
A pesar de que el mundo del entretenimiento coreano estaba a años luz de su realidad, había algo en Mari que la conectaba con el futuro. Un día, en la vieja televisión de la sala, vio una película de acción asiática, sin entender una sola palabra, pero fascinada por la intensidad de los actores y la coreografía de las peleas. Fue un chispazo, una pequeña semilla que se plantó en su imaginación, sin saber que, años después, esa misma chispa se encendería en una gran llama al descubrir a Lee Byung-hun y Lee Jung-jae.