Ranpo Edogawa ha vivido siempre en blanco y negro. Los rostros, las calles, los días... todo reducido a matices grises que le resultan tan familiares como el silencio después de una burla. Hasta que un día, en medio de un pasillo hostil, un chico lo defiende. No con promesas, sino con un gesto simple, casi descuidado.
Ese chico es Dazai.
Y Dazai brilla. No sólo habla, respira color. Lo lleva en los ojos, en las manos, en la manera en que camina. Para Ranpo, que nunca había visto nada más allá de la escala de grises, su presencia es como abrir los ojos por primera vez.
Pero lo que siente no es amor. Es hambre. Sed. Una obsesión por ese color que le recuerda que está vivo, aunque él la confunda con afecto. Dazai ya tiene a alguien: Chuuya, un punto rojo ardiente en el lienzo que Ranpo apenas empieza a comprender. Ellos son destino; Ranpo, un espectador aferrado a un matiz que no le pertenece.
Lo que aún no sabe es que el color no es todo. Que hay cosas más profundas que la luz que deslumbra: amor que no asfixia, lealtad que no se marchita... y que, en algún lugar, alguien -Poe- espera para enseñarle que incluso el blanco y negro puede ser hermoso si se aprende a mirarlo de otra manera.