La Navidad siempre había sido un día de luces, de calles llenas, de risas familiares y copas brindando. Pero aquel año, las ciudades estaban en silencio.
Demasiado había pasado: pandemias, huracanes, guerras locales que amenazaban con hacerse globales. La humanidad parecía haber recibido todas las cartas malas del mazo... hasta que llegó la última.
Los astrónomos lo detectaron primero: un meteorito de diez kilómetros de diámetro. En sus cálculos, el objeto cruzaría la órbita de la Tierra en pocos meses. No había margen para simulaciones optimistas.
Los gobiernos intentaron ocultarlo. Bloquearon publicaciones, silenciaron foros, hasta enviaron discretas advertencias legales a astrónomos amateurs. Pero no podían tapar el cielo: cada noche, el cometa era más brillante. Las redes sociales ardían con teorías, vídeos y filtraciones.
Felipe Arzúa, gallego de nacimiento, escritor freelance y diseñador web, leía obsesivamente cualquier dato nuevo. No se consideraba un paranoico... pero tampoco un ingenuo. Sabía que, si ese monstruo golpeaba, no quedaría ni polvo que contar. Y si, por casualidad, sobrevivía, la superficie sería un infierno primero y un páramo helado después.
Ya había jugado ese escenario en su cabeza. Ahora, no era un juego.