Nunca creí que alguien pudiera atravesar mis muros tan rápido. Yo, fría, calculadora, con el corazón blindado, me encontré atrapada por su presencia antes de darme cuenta. Dos noches, nada más, y algo ardía entre nosotros que no podía apagar.
Cada mensaje suyo me hacía temblar, cada llamada me arrancaba suspiros que no sabía que tenía. Cuando finalmente lo vi en persona, todo se volvió peligroso y adictivo: la manera en que me miraba, la tensión en cada roce, la promesa silenciosa de que no habría escapatoria.
Pero no todo era pasión. Pronto descubrí que sus secretos eran profundos, que sus mentiras estaban escondidas en gestos que cualquiera podría pasar por alto. Y yo, a pesar de todo, empecé a jugar también. Analizaba cada movimiento, cada palabra, anticipando sus engaños, aprendiendo a usar mis heridas como armas.
Nuestra relación se convirtió en un juego de poder y deseo, de dolor y placer, donde ninguno cedía, donde cada paso que daba uno era estudiado por el otro. Y aun así... no podía apartarme. No quería. Porque había algo en él que me quemaba desde adentro, algo que me decía que, aunque todo fuera oscuro, no habría forma de escapar.