Dicen que lo que diferencia a unos pocos en este mundo es la resonancia. No todos la poseen, pero aquellos que logran entrar en sintonía con algo del universo despiertan un poder único. A ese vínculo misterioso se le llama resonancia, y quienes lo portan son conocidos como resonadores.
No existen dos iguales, aunque hayan resonado con el mismo elemento. Cada don refleja la historia, los recuerdos y hasta las sombras del subconsciente de su portador. Esa singularidad es lo que convierte a la resonancia en algo tan impredecible como fascinante.
Se habla de tres grandes tipos de resonadores.
Los primeros son los estándar, aquellos que un día alcanzan una resolución interna -un momento de claridad, un cambio irreversible en su vida- y, al hacerlo, despiertan el poder que dormía en ellos.
Otros son los mutantes, nacidos en medio de emociones extremas: alegría desbordante, dolor insoportable o ira incontenible. Sus resonancias son más intensas que las de los estándar, pero también mucho más inestables, como un fuego que ilumina y quema al mismo tiempo.
Y están los congénitos, los más extraños de todos, marcados desde el nacimiento por su conexión con el universo. Nadie sabe por qué algunos nacen resonando, pero su sola existencia recuerda que el misterio de este poder está lejos de comprenderse del todo.
Cada resonador lleva en su cuerpo una marca de resonancia, un dibujo semejante a las ondas de un sismógrafo. Estas marcas aparecen en lugares tan visibles como el rostro o los ojos, o tan inesperados como la lengua, el cuello o la espalda. Jamás en los órganos, como si hubiera un límite invisible impuesto por la misma naturaleza del poder. Las resonancias pueden llegar a causar cambios en la apariencia física un ejemplo sería un cambio de color permanente en la coloración del cabello o el iris.