Nunca pensé que cambiaría el calor sofocante de mi isla por un invierno que muerde la piel. Moscú me recibió con un silencio hostil, con calles grises y una ciudad que parecía observarme desde sus sombras. Venía de una vida fácil: mansiones, choferes, viajes y un apellido que pesaba más que yo misma. Pero en el fondo, necesitaba huir. Huí a la universidad Lomonósov buscando un nuevo comienzo... sin imaginar que allí no sería yo quien mirara a los demás, sino quien sería observada.
El error estuvo en abrir la puerta de mi dormitorio sin sospechar. El destino tenía un sentido del humor cruel. Frente a mí no había una compañera de cuarto, sino un hombre. Alto, de hombros anchos, con un rostro tan perfecto que parecía una provocación. Sus ojos, sin embargo, no eran bellos: eran una amenaza, un secreto. Oscuros, intensos, como si pudieran leerme sin permiso.
Todo en él gritaba peligro. La manera en que me sostuvo la mirada, la calma inquietante de su voz, incluso la forma en que sonrió, como si supiera algo que yo aún desconocía.
Ese día entendí dos cosas: que no había escapado, y que el verdadero invierno no estaba afuera, sino en él.