El Niño del semáforo

Si alguna vez te detuviste en un semáforo en Medellín, puede que lo hayas visto. O tal vez no, porque es más fácil mirar al celular que mirar a los ojos a un niño que tiene en la mano un tarrito con agua y un trapo viejo.

El niño mira a los carros esperando que alguien baje el vidrio. Mientras ve cómo otros niños van hacia el colegio con sus padres, él se para en la esquina esperando monedas.
Algunos conductores lo ignoran, otros le gritan y otros lo humillan.

Pero una vez el semáforo cambia a verde, todo se vuelve a reiniciar.

Todos arrancan, el ruido vuelve. El niño queda en la esquina, con su trapo mojado y la esperanza de que en la próxima luz roja no lo vuelvan a tratar tan mal.
El niño está atrapado en un círculo de monotonía y cansancio.
Pues él tiene sueños y anhelos que las demás personas olvidaron.
Su inocencia choca con la indiferencia de cientos de personas que se cruzan con él día a día.

Pero en su corazón, la historia es distinta. Él imagina, por segundos, que algún conductor baje la ventana y le pregunte por su nombre, por su vida, por lo que quiere ser de grande. Imagina que alguien lo mire no como a un mendigo, sino como a un niño que todavía sueña. Pero ese momento nunca llega.

Al final, cada persona sigue su vida normal y nadie da vuelta atrás.
La ciudad sigue, pero ese niño se queda atrapado en la esquina, sin avanzar, completamente decepcionado de la vida que él no eligió, sin entender por qué sus sueños se ven tan imposibles de alcanzar y se le hace tan difícil avanzar.
El niño no necesitaba una bala para morir. Cada día en la esquina le arrancaba un pedazo de alma.