Un aroma tan vivo que lo hizo detenerse, cerrar los ojos y dejar que cada fibra de su ser inmortal ardiera con un deseo.
Su cuerpo, acostumbrado a siglos de control, se estremeció. No podía ignorarlo.
Avanzó entre las sombras con pasos silenciosos.
El chico.
Piel clara, naturalmente sonrojada por el frío, labios rojos que parecían el fruto más exquisito y esa expresión como si la belleza del mundo aún lo maravillara.
Vivo. Cálido. Humano.
Perth sintió que la eternidad se reducía a ese instante.
Santa se agachó a levantar su cesta y al incorporarse, la brisa llevó su olor directamente él. Fue como una bofetada. Sus colmillos presionaron detrás de sus labios, y un gruñido bajo le recorrió la garganta.
No podía contenerse más.
Un crujido alertó a Santa. levantó la mirada, confundido, y vio una figura entre la neblina. Unos ojos dorados que parecían brillar en la penumbra.
-¿Hola? -preguntó, mirando hacia el profundo bosque.
Perth salió de las sombras. Sus pasos eran medidos, como un depredador que ya había elegido a su presa. Sus ojos lo devoraban antes de que sus manos lo tocaran.
-No deberías estar aquí a estas horas... -murmuró con voz grave, tan profunda que vibraba en el aire húmedo.
Santa tragó saliva, retrocediendo un paso, pero no pudo apartar la mirada. Había algo fascinante en él, como si el peligro tuviera un rostro demasiado perfecto.
Perth se acercó más. Cada segundo era un tormento: el deseo de hundir sus colmillos en esa piel cálida lo consumía, y sin embargo, otro sentimiento lo paralizaba. Algo desconocido, tan antiguo como el amor mismo, pero que él había olvidado siglos atrás.
-¿Quién eres? -susurró Santa, apenas audible, pero con una curiosidad que perforó la máscara de frialdad de Perth.
El vampiro inclinó la cabeza, observando cada detalle de su rostro.
Perfecto. Frágil. Real.
El chico frente a él había movido algo imposible: había despertado al corazón muerto de un inmortal.