Kim Seokjin vivía en una quietud casi sagrada, una casa donde el silencio era ley y las visitas, una excepción imposible.
Pero ese día, al abrir la puerta,
el mundo pareció inclinarse ligeramente.
Allí estaba él, un rostro del pasado que aún brillaba como un recuerdo que se niega a desvanecerse.
La sorpresa no fue un golpe,
sino un susurro que le estremeció el pecho.
La convivencia que siguió
tejió un clima difícil de nombrar:
miradas que vagaban sin buscarse,
pero que igual terminaban encontrándose, y una tensión suave, casi tímida, que parecía nacer sola entre los dos.
Nada del encuentro se sentía accidental;
la llegada de Kim Namjoon
tenía la delicadeza de un destino que regresa, como si el tiempo, en su sabiduría silenciosa,
hubiera decidido entrelazar sus caminos
una vez más, solo para mover algo profundo en ambos y recordarles que incluso la calma guarda secretos que respiran.
Era un reencuentro sin nombre, una vibración tenue, el murmullo de algo que renace sin hacer ruido.
Después de ganar contra los Ángeles en el exterminio, todos estaban celebrando la victoria con grandes cantidades de alcohol y música
Alastor no sabía que después de esa noche su vida iba a cambiar
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