En un imperio donde la luna platea los tejados de jade y las estatuas parecen vigilar en silencio, se alzan dos figuras destinadas a compartir el trono, pero no el corazón.
La emperatriz So-Yeon, tan serena como el loto que flota en aguas quietas, gobierna con inteligencia y firmeza. Su mirada, profunda y distante, es un muro imposible de escalar. Ella no busca amor, mucho menos dentro de las cadenas de un matrimonio político.
El emperador Jun-Seo, en cambio, lleva grabado en el pecho un sentimiento que no puede sofocar. La ama con una devoción ardiente, como si todo el peso del reino no fuera suficiente para distraerlo de su anhelo. Cada palabra de ella, cada gesto, cada silencio, se convierte en una herida y en un llamado.
Pero So-Yeon lo evita. En los pasillos del palacio, en los banquetes solemnes, incluso en los consejos de guerra. Nunca lo rechaza con palabras, pero lo hace con la firmeza de quien no desea abrir una puerta. Él la sigue con paciencia, casi con desesperación, como un sol que insiste en alumbrar a la luna que no desea su calor.
La trama se desarrolla en medio de intrigas políticas, alianzas frágiles y la amenaza constante de que este amor no correspondido rompa el equilibrio del imperio. Porque mientras Jun-Seo arde en silencio, So-Yeon se convierte en un misterio impenetrable, y en esa tensión entre deseo y rechazo late el verdadero drama de esta historia.