Decir que Bakugou y Kaminari eran "solo compañeros de clase" sería la mentira más grande en toda la U.A. Lo suyo no tenía nada que ver con amistad ni con cariño. Si alguien preguntaba qué había entre ellos, la respuesta era simple: puro vicio.
Ambos eran ninfómanos de manual. Nunca estaban satisfechos. Podían hacerlo en la mañana, en la tarde, en la noche y aún así mirarse con hambre como si no se hubieran tocado en semanas.
Bakugou era el que mandaba, siempre con ese carácter explosivo que se trasladaba a la cama. Lo tomaba como un combate, como un reto que tenía que ganar a cualquier costo.
Kaminari, en cambio, era el provocador, el descarado que se arrastraba al cuarto de Bakugou con la excusa más estúpida, solo para terminar gimiendo contra las paredes minutos después.
Había algo enfermizo en ellos: no sabían parar.
Si Bakugou terminaba con la espalda marcada de rasguños, Kaminari quedaba cojo, adolorido y aún así sonriendo, porque ya estaba pensando en la próxima vez.
Podían hacerlo en cualquier lugar. En las duchas con el agua corriendo y el riesgo de que alguien entrara. En el ascensor, mientras se besaban con furia.
Siempre había una excusa, siempre había un lugar.
El resto de sus amigos notaba algo raro, pero nadie podía imaginar la magnitud. Porque lo que ellos tenían no era normal: era compulsión. Necesidad. Un fuego que nunca se apagaba.
Lo más intenso era cómo se buscaban incluso cuando decían odiarse. Podían estar peleando, gritándose insultos, y aún así terminar chocando contra la pared, devorándose como si el odio solo fuera gasolina para el deseo.
Nadie lo sabía, pero en el fondo ellos tampoco querían que nadie lo supiera. Su relación era un secreto ardiente, un pacto silencioso de pura lujuria. Y aunque ninguno lo admitiera, ambos sabían que estaban atrapados en el mismo vicio: eran adictos el uno al otro.