El sonido de la ciudad universitaria era un eco lejano en los auriculares de Victoria. A sus dieciocho años, cada mañana era la misma carrera contrarreloj: mochila al hombro, libros apretujados contra el pecho y los zapatos golpeando el asfalto mientras esquivaba a otros estudiantes somnolientos. El cielo entre los rascacielos era de un gris metálico, prometiendo otra jornada interminable de clases y cafés fríos. Pero esa mañana, algo era distinto.
En el atajo habitual por el callejón trasero de la facultad de Física, el aire comenzó a vibrar con una frecuencia extraña, como si la realidad misma se estuviera desgarrando. Un brillo azul eléctrico, que no provenía de ninguna pantalla ni farola, parpadeó en el fondo del pasaje. Antes de que pudiera reaccionar, el suelo bajo sus pies dejó de ser sólido. No hubo ruido, solo un silbido agudo y voraz que lo absorbía todo. La gravedad se torció, y sus gritos se ahogaron en un vacío que no era vacío, sino un torbellino de colores y sensaciones que desafiaban toda lógica.
Cuando por fin cesó la caída, el impacto no fue contra el duro cemento, sino contra un lodazal frío y hediondo. El sonido de la ciudad moderna fue reemplazado por lejanos gritos ásperos, maquinaria retumbante y un zumbido de... ¿energía arcana? Al abrir los ojos, aturdida y con el corazón encogido, no vio los edificios de concreto que conocía, sino las torres distorsionadas y las tuberías oxidadas de una ciudad que solo había existido en su pantalla: Zaun. Y más arriba, flotando con una imposible arrogancia, la reluciente Piltover.
La realidad se había quebrado, y ella había caído directamente en la grieta.