El eco de las campanas resonaba en la gran mansión de mármol, como si cada golpe estuviera anunciando el destino de Jungkook. El joven omega se encontraba arrodillado en el suelo, la cabeza gacha, el pecho agitado bajo la delicada tela de su camisa blanca. Sus muñecas, finas y temblorosas, descansaban sobre sus rodillas. Había sido entregado. Vendido. Sacrificado para un hombre al que jamás había visto en persona, pero cuyo nombre todos temían pronunciar.
Taehyung.
El Alfa. El dominador.
El suelo vibró con el sonido de pasos firmes, lentos, seguros. Jungkook no necesitó levantar la vista para sentirlo. Su sola presencia impregnaba el aire con un aroma alfa abrumador: a maderas oscuras, humo y poder. Era un olor que se metía en la garganta, que quemaba los pulmones, que forzaba al omega a bajar aún más la mirada.
-Así que este es el regalo que me ofrecen... -la voz de Taehyung era grave, áspera, como un filo que acariciaba la piel antes de cortarla-. Un omega sumiso, bien entrenado... ¿o eso dicen?
Un estremecimiento recorrió a Jungkook, que apenas pudo contener el impulso de exponer la garganta en señal de rendición. Sabía que, en cuanto lo hiciera, ya no habría marcha atrás.
El alfa se inclinó sobre él, sus botas negras rozando la alfombra junto a sus rodillas. Con dos dedos, le levantó el mentón sin ninguna delicadeza, obligándolo a mirarlo. Los ojos oscuros de Taehyung lo atravesaron sin piedad, encontrando en los suyos un temblor inocente, una súplica muda.
-Los omegas bonitos como tú suelen romperse rápido -susurró, cerca de sus labios-. Espero que no me decepciones.
El cuerpo de Jungkook reaccionó de inmediato: calor subiendo por su cuello, piel erizada, el instinto reclamando a su Alfa aunque su razón gritara en silencio.