La primera vez que escuché su voz, supe que no volvería a ser la misma.
No era el tono de un hombre común, ni la forma en que pronunciaba mi nombre como si lo hubiera guardado en secreto durante años. Era la calma del depredador que sabe que la presa, tarde o temprano, caerá rendida.
Me dijeron que estaba a salvo entre barrotes, que sus manos encadenadas eran suficientes para contenerlo. Mentiras. Había algo en sus ojos que no podía encerrarse: inteligencia, deseo, poder. Cada palabra suya era un laberinto del que no encontraba salida.
Y sin embargo, había otra mirada que me seguía, firme como una sombra protectora, dispuesta a detenerme antes de que me quemara en un fuego que yo misma había avivado. Dos fuerzas opuestas me reclamaban, una con la violencia del abismo, otra con la dureza de la justicia.
No fue un asesinato lo que cambió mi vida.
Fue el encuentro con ellos.
Y desde entonces, ya no estoy segura de quién es el verdadero cazador...