La libertad en el encierro

La oscuridad era su única compañía.
El tiempo hacía mucho que había dejado de existir para ella: no sabía si afuera era de día o de noche, si era verano o invierno. Solo sabía contar los pasos que daban sobre su cabeza, el rechinar de una puerta, el golpe seco de un candado cerrándose.

Cinco años.
Cinco años respirando humedad, con las muñecas lastimadas por las cuerdas, aprendiendo a no llorar para no enfurecerlo.

A veces él bajaba con la misma sonrisa encantadora con la que debía engañar a todos ahí afuera. Le hablaba como si fueran pareja, como si ella hubiera elegido estar en ese sótano helado. La acariciaba como si la ternura pudiera borrar la violencia.

Pero esa noche fue distinta.
Los pasos que escuchó no eran los de él. Eran más ligeros, más dudosos.
Un silencio nuevo, distinto al habitual, le heló la sangre. Y entonces la puerta se abrió. Una rendija de luz, un respiro, una presencia diferente.

Una voz femenina susurró, temblorosa:
-¿Hay... alguien aquí?

El corazón de la prisionera golpeó tan fuerte que creyó que la delataría.
No sabía quién era esa mujer, pero por primera vez en cinco años, la esperanza se filtró entre las grietas de su encierro.