Desde muy pequeña, Mitsuri cargó con una etiqueta que otros se encargaron de colocarle: "gorda". Su apetito voraz y el peso que sobrepasaba lo que se consideraba "normal" para su edad fueron suficientes para que esa palabra se instalara en su mente, repitiéndose como un eco incesante cada vez que intentaba sentirse bien consigo misma. La primera vez que lo escuchó, no lo entendió del todo, pero con el tiempo fue aprendiendo -a la fuerza- lo cruel que podía llegar a sonar.
Los niños poseen una imaginación inmensa, capaz de crear mundos enteros con solo cerrar los ojos. Mitsuri no era la excepción; con frecuencia, inventaba en su mente coloridos atuendos que la hacían sentir especial. Sonriente, corría frente al espejo para comprobar cómo se vería, ilusionada por reflejar la belleza que había soñado. Sin embargo, el cristal le devolvía siempre la misma imagen: sus brazos redondeados, su abdomen prominente, sus hombros cargados de una suavidad que ella solo interpretaba como exceso. Esa ilusión se desmoronaba en segundos, y lo que quedaba era el peso insoportable del desagrado hacia su propio cuerpo.
Ante sus padres, sin embargo, Mitsuri jamás mostró ese dolor. Reía, jugaba, fingía ser la niña alegre de siempre. Pero, en silencio, iba acumulando una tristeza que crecía con ella, una carga invisible que ningún disfraz de felicidad podía borrar. Aunque se esforzaba por esconderlo, el rechazo hacia sí misma se volvía cada día más intenso, hasta el punto en que resultaba imposible sostener la máscara por mucho más tiempo.