Clara Ferrero tenía diecinueve años y trabajaba en una pequeña pizzería del barrio llamada "Il Forno Magico". Aunque tenía pasión por la cocina, había un pequeño detalle: era terriblemente torpe. Cada vez que intentaba lanzar la masa al aire, esta terminaba pegada en el techo, en su cara, o peor aún, en la chaqueta de algún cliente.
El dueño, don Luigi Romano, un italiano cascarrabias, siempre le gritaba:
-¡Clara! ¡La pizza va en el horno, no en el ventilador!
Un día entró al local un chico nuevo en el barrio, Mateo Vargas, estudiante de arquitectura, con el cabello despeinado y una sonrisa tímida. Pidió una pizza margarita, pero lo que recibió fue una pizza con la mitad de los ingredientes quemados y la otra mitad cruda. Clara, nerviosa, se disculpó mil veces mientras intentaba limpiar la harina que accidentalmente le había tirado encima.
Mateo, lejos de enojarse, se rió.
-Si cada pizza que hagas es así de caótica, entonces voy a venir todos los días.
Con el tiempo, Mateo se convirtió en cliente frecuente, y poco a poco en cómplice de los desastres de Clara. Incluso empezó a ayudarla a practicar en secreto cuando don Luigi no estaba, inventando nuevas combinaciones de ingredientes que mezclaban su creatividad con la torpeza divertida de ella.